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5.3.13

Los papas saludarán en el lobby

La renuncia de Benedicto XVI
La Iglesia católica y sus “pecados”.

Sodoma y Gomorra | La prensa italiana denunció un lobby gay en el Vaticano, que habría empujado a renunciar a Joseph Ratzinger. El autor del artículo se pregunta: ¿Qué es exactamente esa fuerza demoníaca? ¿Hay curas gais malos y curas gais buenos? 

Alejandro Modarelli
Soy

La tía Victoria C. solía decirme de niño que el Imperio Romano de Occidente había sucumbido víctima de la homosexualidad. No usaba ese término, que para mí se asemejaba todavía a un código indecible. Los subterfugios escogidos por Victoria eran “pecado”, “actos contrarios a Dios” (¿pero los romanos eran ya cristianos?). Si ella consideraba que la elipsis no era suficiente para mi entendimiento, se rebajaba entonces a hablar de “relaciones sexuales asquerosas”. En fin, las prácticas homosexuales –y yo mismo, que ya creía desearlas– quedábamos de esa manera asociados a la clausura de una civilización, a la devastación de ciudades, dioses y razas, a fuego y tormentas.
Cada tanto ese anacronismo apocalíptico regresa sobre la prensa del mundo, a modo de tráfico amarillo de la actualidad. Y en el caso de las supuestas inquinas vaticanas que el viejo Benedicto XVI no puede administrar y por eso dicen que renuncia –un “lobby gay”, según el diario italiano La Repubblica–, el mito de la tía reaparece no tanto para develar el comercio de ciertos altos prelados que, además de lavar dinero a través del Instituto para las Obras de Religión, pagarían por pecar hasta en las sábanas de San Pedro con seminaristas que se prostituyen como chicas de almanaque, sino para ilustrar un momento histórico: supongamos (aunque cuesta suponer) que se trata del ocaso definitivo de la influencia opresiva de la Iglesia Católica en Occidente, en tanto rectora de políticas de Estado, dogmas y prácticas del yo. Quizá la Gran Amenaza del Lobby Gay no sea otra cosa que la puesta en escena, bien cursi, de aquella primera hecatombe romana que evocaba Victoria. Y las guerras intestinas entre cardenales, entre órdenes y movimientos religiosos, más o menos conservadoras, más o menos fundamentalistas, entre detractores y apologistas de la alianza gestada desde la época de Reagan y Juan Pablo II entre Estados Unidos y la Santa Sede se cifre en esa metáfora mediática del “lobby gay”, que el portavoz local cardenal Federico Lombardi desmiente todos los días, sin que con eso pueda desmentir, en cambio, que la supervivencia de la Iglesia como poder temporal en un mundo donde los dioses se han ido (salvo el mercado) necesita de un papa mucho más astuto que Benedicto, el exquisito, el agustiniano.
Lo de la sorpresa de un “lobby gay” hace gracia, claro. Sobre todo a quienes conocimos a exseminaristas que visitaban la quinta de un obispo de voz engolada, del sur del conurbano bonaerense, siempre rodeado de secretarios y discípulos de buenos cuerpos, o a testigos de unos desfiles divertidísimos en una diócesis norteña, meta revoleo de faldas y risas maracas. Digamos que si la Iglesia fue desde el Medioevo una opositora al viejo amor cortés, a todos esos inventos culturales que buscaron enaltecer a la mujer como único objeto de deseo y veneración sensual, fue en cambio guardia y guía de las amistades particulares entre caballeros, esos curiosos lazos de afecto que se forjan en el ejército y en los seminarios. ¿Qué mejor refugio, entonces, para muchas locas en el clóset, administradoras de culpas propias y ajenas, que esos claustros de la monosexualidad, donde los placeres frustrados se viven con la misma intensidad y alegría que los consumados? ¿Qué mejor iniciación en el amor pasión que la de mi amigo brasileño, que en su paso por un monasterio caterinense se hizo pareja del abad, un hombre infiel a quien descubrió acostado tiempo después con otro seminarista, y esa traición determinó su fuga, incluso de la vocación sacerdotal?

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